En el coche que la lleva de urgencia al hospital, el rostro de Eligia se va desintegrando por el efecto del ácido. A su lado va Mario, su hijo y narrador de los hechos, que desde entonces la acompañará a lo largo del lento proceso de reconstrucción de ese rostro, sin el cual ninguna identidad sería posible, ni la de la madre ni la del hijo. Una novela que expone el dolor y el horror sin paliativos al punto que parece anular el sentido humano de lo que ocurre; no hay lugar para el drama, solo queda mantener la perspectiva y dejar que operen la reconstrucción y el lenguaje, y que la pura facticidad, esa "pintura feroz realizada por un artista embriagado de sus poderes", se transforme en pura literatura.