Juan Kreimer no narra lo que vive en modo road movie sino existencial. En cada aventura hay un quiebre. Su tanto ir hacia lo inesperado resulta una forma de apoderarse del mundo en sí mismo, o peor: para sí mismo. A donde vaya, se le repite y lo persigue como algo pendiente, algo aún por comenzar y que al mismo tiempo parece terminado.
Los años 70 lo encuentran en Londres, sin entender del todo si está en esa ciudad como un peregrino hippie o como un exiliado de la dictadura argentina. Llega con el nacimiento del punk, se va unos días antes de que la actitud se vuelva moda inocua. Ya entrados los 80, en Búzios, el cambio de escenografía no evita que se repita la misma obra: personajes al borde del derrumbe le devuelven una imagen de sí mismo que le dice ya está, es tiempo de levantar campamento una vez más.
Disconformidad y absurdo, derrumbe lingüístico y hedonismo, búsqueda de sentido o mero satisfacer el anhelo de contar lo que de él sobrevive en cada párrafo, las dos nouvelles que reúne Búzios era un hospital de tránsito –y que bien pueden leerse como un único relato que va de la penumbra a cierto tipo de luminiscencia– reencuentran al autor del clásico Punk, la muerte joven, con el vibrar intenso de sus primeras narrativas.