«La casualidad quiso que Rocinante tomase por una vereda que en dos por tres los llevó, al través de un montecillo, a un verde y fresco prado por donde corría manso un arroyuelo, después de caer a lo largo de una roca. El Sol iba a ponerse tras los montes, y sus últimos rayos, hiriendo horizontalmente los objetos, iluminaban la cima de los árboles. El murmurio del arroyo que en cascaditas espumosas no acaba de desprenderse de la altura; el verde oscuro del pequeño valle donde tal cual silvestre florecilla se yergue sobre su tronco; el susurro de la brisa que está circulando por las ramas; el zumbido de los insectos invisibles que a la caída del Sol cantan a su modo los secretos de la naturaleza, todo estaba convidando al recogimiento y la melancolía, y don Quijote no tuvo que hacer el menor esfuerzo para sentirse profundamente triste.
«Tan grande es mi desventura, ¡oh amigo! —dijo—, que se ha de prolongar más allá de mis días, pues no veo que hacia mí venga doncella ninguna con ninguna carta. Oriana fue menos cruel con Amadís, Onoloria con Lisuarte, Claridiana con el caballero del Febo: convencidas de su error en el negocio de sus celos, mandó cada cual una doncella a sacar a su amante de las asperezas donde estaba consumiéndose. Para mí no hay doncella, viuda ni paje que me traiga la cédula de mi perdón, y a semejanza de Tristán de Leonís habré de perder el juicio en estas soledades.»»