Se suele describir a Israel como una isla democrática en medio de un océano oscurantista y a Hamás como un ejército de bestias sedientas de sangre. La historia parece remontarse al siglo xix, cuando Occidente perpetró genocidios coloniales en nombre de su misión civilizadora. Sus supuestos esenciales siguen siendo los mismos: civilización frente a barbarie, progreso frente a atraso. Junto a las declaraciones rituales sobre el derecho de Israel a defenderse, nadie menciona nunca el derecho de los palestinos a resistir una agresión que dura desde hace décadas. Pero si en nombre de la lucha contra el antisemitismo permitimos que se desate una guerra genocida serán nuestras propias orientaciones morales y políticas las que se vean empañadas, serán los supuestos de nuestra conciencia moral los que se verán socavados: la distinción entre el bien y el mal, el opresor y el oprimido, los perpetradores y las víctimas. El atentado del 7 de octubre fue atroz, pero hay que analizarlo y no solo condenarlo, y debemos hacerlo reuniendo todas las herramientas críticas de la investigación histórica. Si la guerra de Gaza acabara en una segunda Nakba, la legitimidad de Israel se vería completamente comprometida. En ese caso, ni las armas estadounidenses, ni los medios de comunicación occidentales, ni la distorsionada y la memoria distorsionada e indignada de la Shoah podrán redimirlo.