Nací en Saltillo, capital del estado de Coahuila de Zaragoza, hace cuatro décadas, y desde los primeros registros memoriales de mi conciencia, los cuales recuerdo con suficiente claridad, los más antiguos se remontan a un biberón en forma de Santa Claus, una cuna con reja de madera color blanco grisáceo, unas cortinas de plástico con un paisaje estampado de algún lugar selvático en tonos naranja y blanco y los primeros aciertos y desatinos en el comienzo de la vida estudiantil, recuerdo a mi tía abuela comprándome un cono de cajeta o leche quemada al salir del kínder, y los trágicos momentos en el primero o segundo día en preescolar cuando una absurda maestra me reprimió lo sucio que estaba mi dibujo, una imagen de un árbol que me hicieron pintar con acuarelas en una hoja papel cebolla. El gigantesco caballito de mar color café tabaco, de una superficie porosa como la piedra pómez que con un especie de zumbido me despertaba por las noches y me hacía correr a la ventana de la puerta metálica que daba al patio, para alcanzar a ver cómo esta figura se movía entre las estrellas dando lentos giros sobre su propio eje, haciéndose más grande con cada vuelta, dando el aspecto de acercarse hacia mí. Sueño que se repitió muchas veces entre los primeros años de mi vida y que aún tengo presente, aunque ya no lo sueño. Esta es mi primera novela concluida y publicada, siento que me la debía, ya que escribir me apasiona, y es la mejor forma de entender las largas charlas que a menudo sostengo conmigo miso.