Gipsy. Emilia Pardo BazÃĄn Fragmento de la obra Aquel dÃa los laceros del Ayuntamiento de Madrid hicieron famosa presa. En el sucio carro donde se hacinan mustios o gruÃąidores los perros errantes, famÊlicos, extenuados de hambre y de calor, fue lanzada una perrita inglesa, de la raza mÃĄs pura; una galga de ese gris que afrenta al raso, toda reflejos la piel, una monerÃa; estrecho el hocico, delicadas como caÃąas las patitas, y ciÃąendo el pescuezo flexible un collarÃn original: imitado en esmalte blanco sobre oro un cuello de camisa planchado con las dos pajaritas dobladas graciosamente, y una minÃēscula corbata azul, cuyo lazo sujetaba un cuquÃsimo imperdible de rubÃes calibrÊs; todo ello en miniatura, lo mÃĄs gentil del mundo. AtÃŗnita, crispada de miedo, se apelotonÃŗ la galga en un rincÃŗn del hediondo carro, aislÃĄndose, a fuer de seÃąorita que se respeta, de los tres o cuatro chuchos que lo ocupaban desde antes. El instinto de hallarse en poder de un enemigo superior impedÃa que aquellos canes armasen camorra, que se amenazasen enseÃąando los dientes fuertes y blancos. Ni aun les preocupaba que la galguita perteneciese a otro sexo, y menos que procediese de esferas sociales para ellos inaccesibles. MohÃnos, zarandeados por el saltar de las ruedas del carrÃĄngano sobre el pavimento, los bordoneros se engurruminaban y encogÃan, esperando a ver quÊ giro iba a tomar la aventura. No sabÃan ellos, a pesar de su experiencia de golfos hambrones, que aventuras tales siempre terminan en el depÃŗsito, en aquel gran patio cercado de un muro de ladrillo, con sus tres corralillos separados, revestidos de cemento, de los cuales el tercero es ya antesala del suplico por asfixia...