Alejandro Drewes, quien tiene a su cargo el Prólogo a esta obra, nos indica que: “Como un signo de unidad fantasmal, el fruto, su forma singular y cambiante, aparece y reaparece, señalando la lejana patria de la infancia; el lugar del pecado, la penosa herencia evolutiva, la frontera entre tiempo y eternidad”.
La tarea poética, “liberar al fruto/ del espectro/ de la rosa”, tan solo se alcanza a cumplir en la medida en que en cada último verso, el callar del poema dice en su sigiloso regreso al silencio.
Al final del poemario, más allá del camino recorrido y de los horizontes explorados por los “hijos de la mar”, el “âme sentinelle” del poeta avizora otra tierra donde:
“…mendigos del silencio,
los hijos de la puna
ven,
por encima del mar,
el polvo en danza
de remolinos de viento”.