Si nos quedamos en la superficie, el hecho de publicar el cuarto libro de poemas en los umbrales de la quinta década de la existencia, no representa en verdad un extraordinario logro en lo que se refiere al número de publicaciones. Sin embargo, lejos estoy de lo que podríamos llamar una vocación tardía para la poesía. Si me preguntaran ahora mismo cuando escribí mi primer poema, solo podría responder con un lugar común como: “Llevo escribiendo desde la infancia”. Por todo ello, es mucho mayor el repertorio de los poemas que siguen durmiendo en los cajones, al de los que ya han visto la luz. No todos compartirán este destino: seguramente solo una mínima parte de los mismos lo merezca. El ala del asombro recoge en un solo poemario mis dos obras más recientes. Quien ya conozca algunos de mis anteriores libros podrá censurarlos de temática repetitiva, obsesionantes quizás. A esta cabal sospecha opondré mi creencia en la permanencia del objeto ideal como artífice de la labor poética: no creo tanto en la evolución de los temas como en la madurez del estilo y de la forma. Pero con mucha más intuición lo advierte el pensador inglés Michael Oakeshatt: “Toda buena conversación vuelve al final a los dos únicos temas sobre los que siempre merece la pena hablar: el amor y la muerte”. Que toda la literatura sea un maravilloso universo de variaciones no le resta un ápice de su grandeza. Como pretexto doy la palabra a un maestro de la palabra, Alfonso Reyes: “También hay juventud en la constancia”.