Durante el siglo XVII, la Iglesia de Inglaterra organiza una limpieza sangrienta contra los practicantes de brujería. Pero es que, además, el máximo representante de la justicia eclesiástica no sigue parámetros objetivos para dilucidar quien es culpable y quien no, sino que basa su juicio en sus filias, sus fobias, y sus apetencias sexuales.