Luis Simarro Lacabra nació en Roma el 6 de noviembre de 1851. Era hijo del pintor valenciano Ramón Simarro, que por aquellos días trataba, como tantos otros artistas, de labrarse un prestigio en la ciudad eterna. Su madre era la también valenciana Cecilia Lacabra. Siguiendo al pie de la letra el guión de la literatura romántica, D. Ramón enfermó pronto de tuberculosis y la familia tuvo que regresar precipitadamente a España.
Se abre aquí la infancia de Luis Simarro, rodeada de leyendas no menos románticas. Según ellas, al estar a punto de fallecer Ramón Simarro, su esposa se arroja enloquecida por el balcón con el niño en brazos. La madre de Luis fallece a las pocas horas y el niño, todavía sin cumplir los cuatro años, se salva milagrosamente al rebotar en un montón de estiércol. Aunque parece más verosímil, según otro relato, que la madre se arrojara sola por el balcón, lo cierto es que Luisito quedó huérfano en terribles circunstancias.
La conmoción provocada por el suceso sin duda excitó la caridad de sus vecinos y familiares. Acogido por su tío, y alumno de colegios de prestigio, Luis finaliza el bachillerato con premio extraordinario en Ciencias e ingresa en la Facultad de Medicina de Valencia, protegido una vez más por benefactores atraídos esta vez por su temprana fama de alumno brillantísimo.
Estamos en 1868 y la revolución y reacción posterior marcan su destino. Luis se destaca como activista republicano y ardiente defensor del positivismo y la doctrina evolucionista. Demasiado para la enrarecida atmósfera académica de la Valencia de la época. Tras un incidente con el catedrático Ferrer Viñerta, es hora de marchar a Madrid.
Simarro aterriza en la Corte en 1873 de la mano de Amalio Gimeno, camarada de revueltas estudiantiles y, años después, ministro de la monarquía y creador de la Junta de Ampliación de Estudios. En Madrid se relaciona pronto con los docentes e investigadores avanzados: Pedro González de Velasco, Aureliano Maestre de San Juan, José María Esquerdo, Federico Rubio… Este último le pone en relación con la recién nacida Institución Libre de Enseñanza, en la que impartirá cursos introductorios.
Pero es el Ateneo madrileño el que da a conocer al joven doctor valenciano en los círculos intelectuales de la Corte. En los debates sobre el positivismo y el evolucionismo de 1875 Simarro se destaca tanto por su ciencia como por su agudo ingenio. Personajes tan distintos como José del Perojo, Manuel de la Revilla o José Moreno Nieto quedan cautivados por su talento. Carlos María Cortezo, otro viejo camarada republicano –y también ministro monárquico en el futuro–, deja constancia de cómo el joven Luis se convierte en el leader natural de los positivistas spencerianos del Ateneo.
En el ámbito profesional es hora también de ir haciendo carrera. En 1877 ingresa por oposición como médico en el Hospital de la Princesa y pronto se convierte en facultativo del manicomio de Leganés. Nuevos roces con el estamento eclesiástico del centro, y conflictos con las autoridades por sus investigaciones post mortem con los alienados del frenopático, le convencen de que es hora de buscar horizontes nuevos.
Simarro se instala en París de 1880 a 1885, sin duda contando con la ayuda de nuevos y viejos protectores y ayudándose con colaboraciones para medios españoles como el diario El Imparcial. Asiste a las cátedras y laboratorios de Marey, Charcot, Magnan y, singularmente, Ranvier, del que aprende el método de tinción de Golgi. Frecuenta asimismo, por supuesto, a los republicanos exiliados del círculo de Salmerón y ejerce como embajador oficioso de la Institución Libre de Enseñanza.
De vuelta en Madrid, su prestigio profesional y social crece como la espuma. Su estancia en París, la protección de la Institución y sus intervenciones en el Ateneo le catapultan al status de médico prestigioso, con abundante y distinguida clentela. Y por si faltara algo, se le requiere con frecuencia para informar, junto a sus amigos Vera y Escuder, en los procesos judiciales más sonados, como el seguido por el asesinato del obispo de Madrid.
El psiquiatra es ya un personaje, se casa en 1887 con la bella, inteligente, y muy religiosa dama Doña Mercedes Roca y se multiplica como experto en los campos de la histología, la fisiología, la medicina escolar, la práctica forense, sin descuidar desde luego una abundante y selecta clientela. Mención especial merece la visita que le rinde Santiago Ramón y Cajal, catedrático por entonces en Valencia, durante la que Simarro le instruirá en alguno de los métodos de tinción que serán base de los descubrimientos del histólogo aragonés. Precisamente con Cajal entablará Simarro una encarnizada disputa en las oposiciones a la cátedra de Histología de la Universidad de Madrid. Cajal resultará elegido y los roces surgidos oscurecerán un tanto su vieja amistad.
Simarro prosigue su frenética actividad de clínico, investigador, forense y perito y, en 1902, se crea para él la cátedra de Psicología Experimental de la Universidad de Madrid, que ocupa de inmediato. Su trayectoria universitaria estará salpicada de conflictos con un sector del alumnado que nunca aceptó de buena gana la orientación ni la exigencia de sus enseñanzas.
En 1903 fallece su adorada esposa Mercedes y el viudo se sumerge en un estado de profundo abatimiento del que se recupera acercándose a la intimidad de sus amigos: Giner, Sorolla, Madinaveitia, Achúcarro y Juan Ramón Jiménez, entre otros.
En 1909 el pedagogo Francisco Ferrer Guardia es condenado a muerte en consejo de guerra y fusilado, acusado como instigador de los sucesos de la llamada Semana Trágica de Barcelona. La oscuridad del proceso y la evidente arbitrariedad de la condena del maestro catalán, masón como el propio Simarro, despiertan en el doctor antiguas pasiones y se impone la tarea de desenmascarar a los responsables de la condena. Contra todo y contra todos, impulsa en Europa una campaña de denuncia del proceso, publica a su costa su más famosa obra El Proceso Ferrer y la Opinión Europea y es blanco de los ataques de toda la prensa monárquica y, para su decepción, constata que muchos de sus amigos toman distancia asustados por la dimensión del escándalo. Giner, Pérez Galdós, Unamuno… nadie quiere comprometerse.
A partir de este momento y hasta su muerte –y sin interrumpir sus investigaciones ni su docencia– Simarro se convierte en el faro y referente ético del progresismo español. Impulsa, con Azaña, Ortega, Melquiades Álvarez y otros, la creación del Partido Reformista, manteniendo la ilusión, pronto frustrada, de que pueda suscitar la democratización de la monarquía. Abandera la causa aliadófila durante la I Guerra mundial, dirige la campaña contra la instrucción religiosa obligatoria en las escuelas, defiende públicamente a los dirigentes socialistas encarcelados tras la huelga revolucionaria de 1917, funda la sección española de la Liga para la Defensa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, promueve en España la Liga para la Sociedad de Naciones, defiende a Unamuno tras su condena de destierro, y todo esto sin dudar, él, misántropo confeso, en presidir asambleas y reuniones, como el mitin monstruo de la plaza de toros de Madrid, del que dejó testimonio gráfico el fotógrafo Alfonso.
El Doctor Simarro falleció en 1921 sin haber cumplido los setenta años y donando buena parte de su fortuna para la fundación de un Laboratorio de Psicología Experimental.
Nunca se cumplió su voluntad.
En 1927 el periodista Ignacio Carral titulaba así un extenso artículo dedicado a la memoria del doctor: “De cómo un hombre de tendencias conservadoras tuvo que ser un feroz Revolucionario”. Es difícil definir mejor a Simarro. Era un hombre de ciencia, políticamente moderado y radicalmente liberal, un defensor a ultranza de la libertad, entendida como ausencia de arbitrariedad y respeto a la justicia. Cuando vio estos valores amenazados en la sociedad española no dudó en comprometerse con los que a su juicio los defendían mejor, fueran corporaciones burguesas o asociaciones obreras.
Y, por debajo de todo ello, el huérfano. El niño que seguía buscando el calor de una familia y el afecto de unos padres. Juan Ramón Jiménez nos relata cómo Simarro encargó secretamente para D. Francisco Giner de los Ríos en una ebanistería madrileña una copia exacta del lujoso sillón de cuero rojo, con atril y lámpara, que él se había hecho traer de Inglaterra, y en el que pasaba las horas leyendo en su refugio de la calle del General Oraa n. 5. Y un buen día, se presenta con el flamante sillón rojo en casa de D. Francisco, como regalo y muestra de devoción filial. El sillón rojo de Simarro. Un refugio que el Doctor quiso disfrutar pero también compartir, bajo la bandera de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Esperamos que esta antología de citas sirva como modesto acicate para profundizar en el estudio y análisis de la obra y la personalidad del primer catedrático de Psicología Experimental en España.
Javier Bandrés